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SIEMBRA

  • Servicio al cliente
  • 16 nov 2023
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 20 nov 2023

Antes de iniciar la misa del domingo 8 de octubre, pedí a Dios que me ayudara a encontrar las palabras que dieran forma al proyecto que podría ser la primera entrega del espacio al cual quisiera intitular «Una antorcha bajo el cielo». Esto, como respuesta a la invitación que sin esperar recibí para continuar mi caminar bajo la espiritualidad dominicana.



El Señor, tan dulce y generoso como es, hizo llegar a mi corazón una reflexión bastante acertada en boca del sacerdote que esa noche nos compartió la homilía. El Evangelio, tomado del capítulo 21 de Mateo, correspondió a la parábola de los viñadores asesinos.


El relato narrado es bastante crudo pues, como bien recordarán, en síntesis, hablaba del dueño de un viñedo que lo alquiló a unos labradores y se retiró a una tierra lejana. Pasado cierto tiempo, mandó a unos servidores a pedir cuentas sobre los frutos de aquella propiedad suya, encontrándose con que los encargados reaccionaron violentamente frente cada uno de ellos, incluyendo, finalmente, al hijo del propietario. Jesús, que había contado esta historia a los fariseos y demás integrantes de las autoridades religiosas de su época, les preguntó ¿qué creerían que les ocurriría a esos hombres que cometieron tales crímenes? Sin demora, como solían hacerlo movidos por la soberbia que los caracterizaba, respondieron que recibirían una muerte cruel y el viñedo sería custodiado por quienes sí cumplieran oportunamente con el trabajo encomendado. A modo de conclusión, el Mesías agregó que les sería quitado el Reino de Dios y lo pondría en manos de quien le diera fielmente resultados conforme a lo debido. Termina el episodio dejando de manifiesto que sabían que el Salvador se refería a ellos, ocasión que no era ni la primera ni la última en que desearían aniquilarlo.


Ahora bien, el ministro que presidió la Eucaristía hizo hincapié en algo fundamental no solo para cierto momento de nuestro tránsito hacia la vida eterna, sino como elemento permanente que debe distinguirnos si queremos verdaderamente dar testimonio de la fe que profesamos: «SOLO SOMOS ADMINISTRADORES, NADA NOS PERTENECE.»


Dicha frase reavivó en mi mente eventos, sobre todo, aunque no exclusivamente recientes, donde me había tocado ver cómo se gestaba la división entre diversos miembros de varios apostolados dado el afán de algunos por controlar no solo las actividades propias de los mismos sino al resto de las personas. Es más, fueron de tal magnitud las pugnas que, como también se lee en la primera de las fuentes de la Revelación: llegado el lobo, las ovejas se dispersaron y algunas sintieron la necesidad de buscar al Buen Pastor en otro redil.

Pero Dios, cuyos caminos y pensamientos no son los nuestros, dispone sabia y amorosamente alternativas para que todos los que estamos llamados a ser sus hijos descubramos y tomemos libremente ese lugar que ha dispuesto para nosotros, ello sin perjuicio de que alcancemos la unidad como Iglesia a pesar de que las vocaciones no sean idénticas en la especie para las almas creadas y por crear.


Casi inmediatamente después de interiorizar la meditación, me pareció que sería muy bueno entrelazar el tema con otro especialmente significativo para la Orden de Predicadores: ¡el Rosario! Octubre es el mes que se encuentra particularmente dedicado a promover con mayor ahínco la que es considerada como la oración a Nuestra Señora por excelencia.


Quizá se pregunten ustedes: ¿qué tiene que ver la parábola de los viñadores con el Santo Rosario? Mientras más nos interesemos por tener voluntariamente una relación con nuestro Padre, más derramará el Espíritu Santo sus dones sobre nuestro entendimiento. Enseguida, les transmito cómo es que yo comprendo el vínculo entre ambas cuestiones.


En la Carta Apostólica «Rosarium Virginis Marie», San Juan Pablo II expone como parte de la introducción lo siguiente: «El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, en su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.»


Muchos de los hermanos a los que popularmente se les conoce como «separados» objetan su base bíblica, arguyendo que en ninguna parte está redactada esta plegaria. ¡Cuán triste es la privación de bendiciones para ellos como consecuencia del rechazo a la verdad, no obstante que se ufanan de proclamar textualmente y de memoria la Palabra de Dios! En los cuatro grupos de misterios (gozosos, dolorosos, luminosos y gloriosos) se nos presenta la vida del Hombre-Dios desde la Anunciación hasta la Coronación de la Santísima Virgen María como Reina del Cielo y de la Tierra, pasajes todos que se encuentran descritos en las también llamadas Sagradas Letras.


Compuesto esencialmente por la repetición, que no monótona sino más bien deprecativa, tanto del Padrenuestro como del Ave María, la contemplación en la que nos adentramos propicia la actitud humilde, confiada, pacífica y entregada que tanto el Hijo como la Madre dispusieron siempre para que se llevara cabo el plan divino de la salvación humana.


Dicho esto, queridos lectores, voy a referirme a la manera en que la reflexión preferentemente diaria del Santo Rosario nos puede conducir a una auténtica conversión si aceptamos vivir de acuerdo con el modelo que Jesús y María nos proyectaron en su paso por este mundo, hasta comprender con alegría cómo es que esa administración de todo lo que nos ha sido dado es lo que genuinamente nos transformará paulatinamente en cristianos que puedan alcanzar la santidad a la cual también estamos convocados.


Debo confesarles que su servidora, no obstante haber crecido en un ambiente de vida religiosa doméstica donde se nos enseñó a rezar el Rosario y lo hacíamos en familia, pasaron muchos años para que yo decidiera hacerlo por iniciativa propia, adoptando una rutina personal en la que no solo me abocara a lo que ya conocía; deseaba entablar un diálogo con el Dios Trino y Nuestra Madre por medio de esta bellísima corona de rosas, lo cual procuro comenzar haciendo un preámbulo de agradecimientos y peticiones para luego atravesar cada uno de los misterios con su respectiva introspección, agregando una serie de oraciones dirigidas a San Miguel Arcángel, mi ángel custodio y la de algún santo o solemnidad acordes con la temporada o simplemente una nueva que lleve mi alma a una conexión más estrecha con el Creador.


Nuevamente, el Señor se empezó a manifestar en mis labores cotidianas, detalle que yo entendí como su amoroso beneplácito por esa intención y una adicional que también había albergado desde hacía algunos ayeres: tener la oportunidad de recibir y aportar formación católica con toda la gente que Él deseara que me cruzara en el trayecto para evangelizarnos mutuamente, obedeciendo por amor y no por temor al castigo que no tiene fin.


Aunado a ello, se me permitió identificar con mayor frecuencia cada vez la presencia de Dios hasta en las cosas y experiencias más sencillas en la medida que yo perseveraba en dichas prácticas, situándome al principio como los discípulos de Emaús y luego más esperanzada en que las dificultades y amarguras bien ofrecidas como sacrificio nos atraen bendiciones insospechadas como es, por ejemplo, el protegernos de innumerables peligros, reflejarnos en otros seres humanos que igualmente se encuentran sedientos de El que Es y nos llenan de entusiasmo para seguir adelante con, sin y a pesar de los pesares.


Aproximadamente desde que llegué a los 30 años, la barca en la que viajo empezaría a ser reorientada en su rumbo por Jesús dado que, si bien Él ha estado siempre a mi lado, no en todo momento dejé que me indicara hacia dónde remar, provocando esa decisión, consciente de algunos aspectos y negligente en otros momentos, que el navío se viera envuelto en una vorágine de conductas que me hicieron olvidar, como a casi todos en alguna o varias etapas de su trayecto, que se me regaló la existencia para administrarla y entregarla a la manera del Cordero, no para enloquecer en esa tentación que precipitó a Satanás al infierno y tras él a todos los que se rebelaron contra Yahvé: una criatura equiparándose al que cuando le preguntó Moisés por su nombre para comunicarlo a la multitud cuando se lo preguntasen respondió: «Les dirás: Yo soy El que Soy.»


Disponernos tranquilamente en el silencio más placentero de rodillas ante el Santísimo Sacramento del altar, en una capilla de adoración perpetua o en nuestra habitación a repasar junto con María todos los sucesos inexplicables que guardaba en su corazón, nos apartará de las malvadas acciones que ejecutaron esos viñadores, al tiempo que la gracia del Altísimo nos cubrirá también a nosotros con su sombra para despojarnos de los resabios que aún queden a raíz de las heridas que nos ha producido el contacto con nuestros semejantes que cargan con sus propias heridas derivadas del rencor, rechazo, odio, resentimiento, marginación, abandono, exclusión, arrogancia, prepotencia, deseos de venganza, tristeza, depresión, soledad, desprecio, etc., que se hayan resentido a lo largo del sendero y que, muy a menudo, prevalecen sobre la mansedumbre y anonadamiento que tan agradables son a los ojos del Señor.


El Santo Rosario nos mantiene centrados en Cristo y abiertos a la acción del Paráclito para recibirlo a través de los medios que dejó instaurados por Voluntad del Padre para aceptar la redención que consiguió con su Encarnación, Vida, Pasión, Muerte y Resurrección.


No permitamos tampoco que la envidia, la codicia, el anhelo de fama o reconocimiento, ni público ni privado, así como el ansia de ostentar poder bajo cualquiera de sus denominaciones nos arrastren a la jaula del egoísmo que nos encierra definitivamente si así nos empeñamos en ejercicio de la única facultad que, aunque también nos fue otorgada pues de la nada surgimos, tenemos la posibilidad de moldear sin mayores restricciones que las de nuestra conciencia para elegir con base en la capacidad de amar que Dios nos regaló a fin de estar en aptitud de poder un día volver a Él.


Sirva pues esta muy breve misiva para invitarlos a estructurar junto con su servidora una agenda en la que la Santísima Trinidad nos guíe y acompañe en la práctica exitosa de las virtudes, actos de misericordia y cumplimiento de los mandamientos a la luz del depósito de la fe tal y como lo demostraron el Nuevo Adán y la Nueva Eva.


Si ellos se sometieron en todo a las consecuencias de caminar en este valle de lágrimas sin reclamar aún en los peores momentos que se detuvieran los oprobios, porque el Padre podía haber dispuesto las cosas de otro modo, para verse exentos de tantas y muy graves ofensas que se causaron en contra de su dignidad y pureza, ¿quiénes somos nosotros para exigir que se nos rinda culto o se nos trate con privilegios cuando ni siquiera somos capaces de renunciar a nuestros placeres y anhelos mundanos para darle al Todopoderoso el lugar que por derecho le corresponde?


Que la Palabra Encarnada proclamada por boca de Santo Domingo de Guzmán y de quienes le han sucedido en la preservación y difusión del carisma que le fue concedido, haga arder nuestro interior en el Amor que brota incesantemente del Sacratísimo Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de la Siempre Virgen María por la humanidad entera.




Cariñosamente, María Inés Terrazas García de la Cadena.

ma.inestgc@gmail.com


 
 
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